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miércoles, 10 de marzo de 2010

Capítulo I

Era de noche. Seguía esperándola en la habitación. El cielo estaba llorando, sabía que estaba tardando y se compadeció de mí. Es curioso, me parece fascinante el mundo de la marihuana. El simple hecho de servirte de una calada te puede llevar a mundos insospechados, lejanos, hacerte reír por gilipolleces o demás cosas. Y sé que no le gusta que fume porros, pero a estas alturas de la vida es lo único, o de las pocas cosas que me hacen feliz, lógicamente, también está ella. Me fijo muchas veces en el tatuaje que me pidió que me hiciera, esa tabla de surf en el costado, que cada vez que la veo me recuerda a los veranos que pasamos juntos en Tarifa creo que no he fumado demasiado, conservo todavía un poco de fluidez en el lenguaje, y no estoy viendo elefantes rosas ni ponis volando. Y llegó, toda mojadita, cansada pero feliz de haber llegado. Tras haber estado un rato charlando, le enseñé lo que había compuesto en su ausencia. Al acabar de escucharme tocar, empezó a llorar. Me dijo que era lo más precioso que había escuchado en la vida, y que me quería mucho. Le ofrecí un porro, y riéndose, me lo denegó, me abrazó y se fue a la cocina. Se recogió el pelo en un moño, calentó leche y tomó también unas galletas. Le sugerí que se pusiera cómoda, así que se desvistió y se puso la camiseta que me había regalado de Metallica, que le queda 3 tallas grande. Devoró las galletas una a una, apuró la leche y me obligó a irnos a la cama, con sugerentes movimientos con el índice. Nos acurrucamos, nos abrazamos, era una noche larga, seguía lloviendo. Pero ahí estabamos, como dos tontitos, riéndonos, gozando y pasándolo bien.

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